La calle que duele
En San Pedro de la Cueva, Sonora, hay una herida que lleva 110 años sangrando. El 2 de diciembre de 1915, Doroteo Arango —el hombre que la historia oficial convirtió en Francisco “Pancho” Villa— ordenó fusilar a 85 hombres civiles, muchos menores de edad, frente al templo parroquial.
“El cura Andrés Avelino Flores, de rodillas, le imploró que perdonara a los prisioneros: “Por favor, ten caridad y deja de matar gente”. Villa le espetó: “¡Retírese padrecito y sepa que, si vuelve, lo mato!” La matanza continuó, y el sacerdote volvió a suplicar:
“Concédeme la vida de mis hijos.” Entonces el jefe guerrillero remató: “Si son sus hijos por qué no los rebajó de lo que pensaron hacer, ahora también usted la llevará por bribón junto con ellos”. Se abalanzó entonces sobre el sacerdote, lo derribó a puntapiés y puñetazos, desenfundó su pistola y le disparó dos tiros, uno en el costado izquierdo y otro en la cabeza”.
La Iglesia Católica hasta hoy tampoco ha hecho justicia al Padre Avelino. Olvidó al mártir.
“Después de la masacre, San Pedro de la Cueva fue saqueado, y Villa y sus hombres pasaron la noche violando mujeres de todas las edades. Al partir, ordenó incendiar el pueblo, y desde las alturas de la iglesia de Batuc, constató que sus órdenes habían sido cumplidas. https://surl.li/ietpzb
Hoy, ese mismo sanguinario sigue teniendo estatuas, calles, avenidas, glorietas, plazas, colonias, escuelas y otros tipos de espacios físicos, con su nombre en decenas de municipios de Sonora, Chihuahua, Coahuila y Durango. El héroe de los libros de texto es, para los descendientes de aquellas víctimas, el asesino de sus bisabuelos.
Los historiadores más serios han documentado 16 masacres y ejecuciones masivas ordenadas directamente por Villa entre 1911 y 1919. Diez de ellas, aunque brutales, caben dentro de los parámetros violentos de cualquier revolución: fusilamientos de prisioneros, represalias contra traidores o poblaciones que cambiaron de bando.
Pero seis de esas 16 masacres violan y salen completamente de los parámetros de cualquier revolución, incluso de la más feroz. Son crímenes de lesa humanidad que fueron condenados en su momento por revolucionarios de todos los bandos, por la prensa mexicana e internacional y hasta por algunos villistas que se avergonzaron:
Torreón, Coahuila, 1911: masacre étnica de 303 a 600 chinos y árabes civiles.
San Pedro de la Cueva, Sonora, 1915: ejecución de 85 civiles inocentes, asesinato del sacerdote y quema del pueblo.
Santa Isabel, Chihuahua, 1916: asesinato de 18 extranjeros neutrales (17 estadounidenses y 1 cubano).
Camargo, Chihuahua, octubre 1916: quema viva de dos mujeres mexicanas y sus cinco hijos pequeños por estar casadas con chinos.
Camargo, Chihuahua, diciembre 1916: fusilamiento de 90 a 120 soldaderas y niños tras rendirse.
Namiquipa, Chihuahua, 1917: violación masiva sistemática de más de cien mujeres y niñas como castigo colectivo.
En Coahuila, Sonora y Chihuahua se concentran esas seis masacres imperdonables. Tres estados que aún tienen cientos de calles y escuelas con su nombre.
Pero Durango, cuna de Villa y escenario de sus atrocidades, merece ser sumado a esta cuenta de deudas pendientes. Aunque no figura en las seis más graves, el estado vio saqueos y ejecuciones durante la toma de la ciudad en 1913, con decenas de víctimas civiles, incluyendo chinos y árabes en la región de La Laguna (compartida con Coahuila).
En febrero de 1917, en la mina Magistral, sus hombres cometieron abusos masivos contra mujeres, dejando un rastro de violencia que se extendió a ranchos y poblados durante su guerrilla final. Durango, que celebra a Villa como hijo pródigo con museos y monumentos, también carga con el silencio de esas víctimas olvidadas.
Por eso el martes dos, cuando las viudas de San Pedro realizaron su manifestación recordatoria, brincó la pregunta, ¿y por qué no van más allá y "desaparecen" el nombre del hombre que tanto daño causó y a su vez preparan una iniciativa de ley (se requerirían unas trece mil firmas para que tenga efecto en el Congreso del Estado) para prohibir que cualquier espacio público del estado llevé el seudónimo de Doroteo Arango?
No pedirían borrar la Revolución, sino dejar de obligar a las víctimas de esas seis matanzas —y de los ecos en Durango— a rendir homenaje a su verdugo. Y no son pocos los que aún sufren ese peso: se estima que hay alrededor de 240 descendientes directos que cada año recuerdan no solo el horror, sino la fuerza de sus ancestros para reconstruir el pueblo desde las cenizas. Merecen la solidaridad del resto de los sonorenses.
En San Pedro de la Cueva ya no existe ninguna calle “Pancho Villa”. Namiquipa cambió su secundaria por “Mujeres de Namiquipa”. Torreón colocó una placa que recuerda a los chinos masacrados. Son gestos pequeños, pero revelan una verdad mayor: la memoria popular está corrigiendo a la memoria oficial.
Si Sonora aprueba esa ley —y hay razones para creer que puede hacerlo—, se producirá un efecto dominó inevitable. Chihuahua, con cuatro de esas seis masacres, tendría que seguir. Coahuila, con Torreón, no podría quedarse atrás. Durango, que aún restaura glorietas en su honor, podría reconsiderar su legado dual.
Y entonces sí sería posible plantear lo que hoy parece impensable: retirar las letras de oro con el nombre “Francisco Villa” del Muro de Honor del Palacio Legislativo de San Lázaro pues se calculan en más de mil 500 los asesinatos cometidos por Villa en las seis masacres mencionadas y en sus 16, en total, más de cinco mil ejecuciones. Todo un sicópata asesino.
No es un sueño imposible. España retiró los nombres de Franco. Colombia quitó estatuas de conquistadores. México ha retirado monumentos a Colón y a Díaz Ordaz. La historia no se borra: se reescribe cuando la verdad pesa más que el mito.
Durante décadas se nos enseñó que cuestionar a Villa era traicionar a la Revolución. Hoy sabemos que callar esos seis crímenes imperdonables es traicionar a sus víctimas.
Porque la rebelión también fue el llanto de las viudas de San Pedro de la Cueva que, sin hombres, reconstruyeron el pueblo piedra por piedra y juraron no olvidar. Esa promesa puede cumplirse también en el espacio público. No se trata de venganza sino de dignidad.
Cuando una calle lleva el nombre del hombre que fusiló a tu bisabuelo, cada vez que pasas por ahí te obligan a inclinar la cabeza. Cambiar ese nombre no es borrar la historia; es permitir que las víctimas levanten la frente.
Si Sonora da el primer paso, el norte de México puede convertir el 2026 en el año en que, por fin, los muertos de esas seis masacres imperdonables —y los ecos silenciados en Durango— dejen de ser invisibles. Porque la justicia histórica también empieza por una calle sin nombre de asesino.
EN FIN, por hoy es todo, el lunes le seguimos si Dios quiere.
Armando Vásquez Alegría es periodista con más de 35 años de experiencia en medios escritos y de internet, cuenta licenciatura en Administración de Empresas, Maestría en Competitividad Organizacional y Doctorando en Administración Pública. Es director de Editorial J. Castillo, S.A. de C.V. y de “CEO”, Consultoría Especializada en Organizaciones…
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